El cuento: lo que se hereda es la historia


El cuento: lo que se hereda es la historia
Por Ramiro Brunand

            Cuando se trabaja con niñez y adolescencias, es muy común encontrarse con preguntas adultas respecto de lo hereditario, lo genético, lo que vendría determinado y configuraría un destino predestinado. Aquello que pone énfasis en lo ajeno y exime a las personas de su papel en el juego.
            Frente a esto, existe un entrecruzamiento de discursos sumamente diversos, que aportan elementos que pueden ser complementarios, o por momentos también contradecirse.
            Los lineamientos teóricos en los que me formé están bastante alejados de considerar una determinación genética o congénita en lo relativo a los asuntos más complejos de nuestra existencia. Aquello que toma nombres como “lo biológico”, “lo natural”, incluso “lo animal”, creo yo, nos habita siempre y cuando se lo considere desde su vínculo con la palabra.
            ¿Qué explica mi angustia? “Mi mamá era depresiva”. ¿De dónde viene este enojo? “Mi abuelo siempre levanta la voz”. ¿Estar solo es de familia? Las asociaciones son muchas y sumamente diferentes; claro, son subjetivas. Sin embargo, todo parece confluir en lo mismo: los genes, el cuerpo biológico, vendrían a marcar el camino que vamos a recorrer, incluso en relación a las emociones, nuestras decisiones, y los vínculos que establecemos durante toda la vida.
            Como psicoanalista, aunque suene controversial, puedo decir que sí: algo se hereda. Y creo que lo que se hereda es lo que puedo nombrar (de forma absolutamente arbitraria) como la historia.
            Primero de todo, me parece importante detenerme en el término “herencia”, o más bien, el verbo que de ella se desprende, “se hereda”. No sólo se recibe una herencia, sino que también se la otorga.
            Sobre lo que se recibe, es lícito decir que no todo aquello que nos es ofrecido necesariamente debe ser tomado como un valor, pero sí como un elemento que opera. Pensemos en esas personas que tienen linajes familiares muy marcados en relación a su profesión, por ejemplo. Que exista una casa de abogados, de carpinteros, de médicos, de albañiles, de docentes, no necesariamente implica que ese lugar deba ser ocupado, o incluso considerado. Como dije por ahí en algún cuento: “algunas personas llegan a un lecho de flores elegidas cuidadosamente, para desordenarlo todo y mostrar que el deseo siempre la pifia un poco”.
            Lo mismo sucede con aquellas frases que son tan determinantes en relación a los aspectos de la personalidad: “vos siempre fuiste amable”, “desde chiquita eras inteligente”, “la maldad viene de familia”.
            No es posible elegir a aquellos que nos heredan, pero sí existe la posibilidad de decidir ahí donde se ofrecen determinados lugares a ocupar, roles a desempeñar, historias a vivir.
            Por otro lado, se hereda significa se entrega, se da, se dispone para otros, es un movimiento activo. Este es el punto esencial de todo este embrollo en el que parece que nos metemos cuando empezamos a recorrer nuestra novela familiar: hay tanta pregunta desplegada respecto de todo lo que nos es dado, que queda de alguna forma velado aquello que nosotros otorgamos como don en términos de herencia.
            ¿Por qué creo que esto es esencial? Porque entender que uno hereda a otro es identificar lo activo de contar una historia, y las consecuencias que eso tiene en nuestra comprensión del mundo. Porque, dicho de otro modo, la historia se hereda, pero en el movimiento de vincularnos con esa herencia está la posibilidad de imprimir nuestra propia versión.
            Vuelvo, como siempre, al cuento.
            El cuento, como estructura narrativa, como tesoro de palabras relacionadas entre sí insinuando algo, permite desandar, interrogar, interpelar, cuestionar esa historia que se configura como herencia, para poder construir una nueva versión. Nuevos personajes, nuevas acciones, nuevas consecuencias, y fundamentalmente, nuevas oportunidades.
            Cuando se reconoce el valor que intrínsecamente tienen las palabras en relación a nuestra existencia, ahí se abre la posibilidad de determinar de otra forma el devenir de nuestros asuntos.
            La palabra no solo sirve para leer, sino que también funciona para escribir. La palabra crea, nombra, da entidad, otorga fuerza, genera movimiento o inmoviliza con la misma facilidad.
            Escribir un cuento (cualquier cuento, incluso con una presencia en silencio), anotar una reflexión, cantar la parte de una canción, recitar un poema, repetir una receta, decir algo al pasar, todo eso forma parte del universo ilimitado de herramientas que son las palabras.
            La historia se hereda, es cierto. Y los cuentos, el ejercicio de leer y escribir, escribir y releer, modifica esa historia, cada vez. La amasa, la corta, la bate y la aplasta. La vuelve maleable. Y con una historia maleable, uno puede vérselas mucho mejor.

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