Tortas fritas


Tortas fritas



  Cierro los ojos y todavía puedo sentir ese olor tan particular como si hubiera sido ayer. Cada vez que entro a lo de mi abuela, siempre me reciben aromas distintos: guiso con pollo, tortillas de papa o acelga, polenta con salsa casera y cachitos de carne. Pero son esos días de lluvia, con olor a tierra mojada, en los que abrir la puerta anuncia mi presencia favorita.
  Desde chico, sé que cae la primera gota y mi abuela ya está arrancando a prepararlas, en ese bol naranja gastado por los años y el uso. Es cuestión de buscarle la vuelta y de ir rápido a su casa, para llegar justo cuando las está sacando, recién hechas, calentitas. Esperar a que se enfríen es la tarea más difícil de todas, pero a la abuela hay que escucharla: si de algo sabe, es de eso.
  Tomá, mijo”. Esas palabras mágicas que significan que la vida decidió regalarme una tarde de mates y tortas fritas caseras.
  Si tengo suerte, capaz que llego antes de que estén terminadas, para ver esa hilera de bollitos de masa con harina alrededor, y con un pocito en el medio, del ancho del dedo gordo de la abuela. Incomparable, irreproducible, imposible de imitar.
  La abuela tiene la costumbre de cebar los mates con mucho azúcar, y creo que nunca vi en otra persona esa habilidad para lograr tanta espuma. Esa espuma es la mezcla del agua calentita, la yerba de marca desconocida, el azúcar en cada cebada, y el toque de la abuela. Espuma, mucha espuma.
  Ese día que quise aprender cómo se hacían las tortas fritas, la abuela estaba de buen humor, como casi siempre. Cuando le pregunté la receta, me miró con sorpresa, y unos segundos después,
me dio el anotador donde registra todas las manos de conga que juega. “Anotá, mijo”. Y arrancó.
  Tengo que anticiparles que voy a ser lo más fuel posible a sus indicaciones, aunque suenen estrafalarias, disparatadas, y hasta increíbles.
  Me dijo así:
  - Primero, tenés que conseguir medio kilo de harina común, y medio kilo de harina leudante. Pero conseguir, no comprar. La harina comprada hace grumos. La que te regalan las personas que te quieren es más finita. Por eso siempre que Haydée venía a pedirme un poquito, yo se la daba enseguida.
Segundo, una cucharada de grasa de vaca. Pero de una vaca que esté buscando adelgazar, y que además te pueda dar la leche para el chocolate que prepares para tu cumpleaños. Nada de grasa enojada, esa no sirve, no se calienta.
Por supuesto, dos huevos. Uno blanco y el otro marrón. Si son los dos del mismo color, las tortas fritas no se cocinan, se desarma todo y queda como un engrudo. Pero ojo, que los dos tienen que tener el mismo tamaño, porque si se desbalancean, se corta la preparación y se echa todo a perder.
Cuando conseguiste todo eso, agarrás un bol como el que tengo yo. Este no es cualquier bol.
Lo usó mi mamá, y la mamá de mi mamá, y el primero que lo usó fue el papá de la mamá de mi mamá. Mi bisabuelo inventó la receta. El bol tiene que ser uno que haya tenido al menos una preparación anterior, sí o sí. Y además, tiene que ser de un color que también sea el nombre de una fruta o de una flor. Eso es fundamental.
Ahora, mijo, arranca la parte más importante. Tenés que armar un castillo de harina con cada medio kilo, que tenga ventanas iguales en cada lado. En la fosa donde pasaría el agua, debajo del puente, vas a poner la grasa mezclada con los dos huevos.
Ah, pero no creas que es tan sencillito, eh. Los dos huevos los tenés que batir con dos tenedores cruzados, uno de plata y otro de oro, para que no se desmagneticen. Si no, se separan y no los unís más. La grasa la agregás derretida, gotita por gotita, como si fuera un remedio.
Cuando la mezcla toca las harinas, con la mano izquierda, izquierda eh, derrumbás los castillos, empujándolos uno contra otro, hasta que las dos harinas formen una sola, y se empiece a mojar. Si no cae un poco en el suelo, tampoco te van a salir, así que empujá fuerte.
Ahí revolvés. Siempre en el sentido de las agujas del reloj, nunca pero nunca al revés, y sí o sí un número de veces que coincida con los años de algún pariente cercano. Da igual si es viejo o joven, siempre y cuando sea el mismo número.
Cuando todo se haya unido, empezás a amasar. Pero cuidado. Si sale el sol y le da directo a la preparación, se seca todo y solo te sirve para hacer pegamento. Así que mejor asegurate que sea un día de lluvia.
Amasá con las dos manos, sin anillos ni uñas largas. Si la masa toca alguna de esas dos cosas, se agrieta toda y se derrite.
Ah, y como no queremos que se desperdicie nada, no vas a usar moldes. De a poco, uno por uno, vas a armar bollitos con las manos,  los vas a ordenar en hileras de doce. Ni once, ni trece, ni diez. Doce. Como la docena de huevos. Girás el bollito cinco veces en la mano, y con el dedo gordo más ancho que tengas, hacés un huequito en el medio. Pero fijate, eh, que sea sí o sí el más ancho.
Una vez que terminás todos los bollitos, agarrás un palo de amasar y en tres pasadas los estirás. Asegurate de tener más harina al lado, para tirarles y que no se peguen.
Lo que es requete importante es que alguien te ayude, y que sí o sí le quede un poquito de harina en la nariz cuando sacuda el paquete. Sin eso, se pierde el sabor y las tortas fritas quedan amargas. Acordate: un poquito de harina en la punta de la nariz. ¿Anotaste?
Cuando esté todo listo, las vas a freír. La olla tiene que ser marrón, sino todo se quema. Las vas a dejar un ratito, hasta que floten y estén doradas. Nunca, pero nunca, las agarres con la mano. Te vas a quemar, y una mano quemada pierde la habilidad para cocinarlas para siempre. Un secretito que me enseñó mi abuela.
Cuando las saques, poné abajo servilletas de papel, para que escurran la grasa que sobra, que después se evapora sola.
Y mi último consejo: elegí un táper que sea bien grande pero que no te guste tanto. ¿Sabés por qué? Hay una gran posibilidad de que nunca lo vuelvas a ver cuando se lo des a alguien lleno de tortas fritas. No es mala voluntad, no es mala educación. Dicen que los tápers son viajeros de nacimiento, no están hechos para vivir siempre en la misma casa. Son nómades, qué le vamos a hacer…
Todavía no sé qué de todo lo que me dijo mi abuela funciona para lograr que las tortas fritas salgan como las suyas. Lo intenté varias veces, todavía no lo pude lograr.
Ella me dijo que ya no me puede enseñar nada más, ya compartió todos sus secretos conmigo.
  Pero si de algo estoy seguro, es que ella sonríe cada vez que le pongo un poquito de harina en la nariz a mi bebé cuando le cuento esta historia.

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