1. Los ruidos
Los
ruidos
Felipe era un nene feliz. Iba a la
escuela, jugaba con sus amigos a la tarde, hacía los deberes, y cenaba todas
las noches la comida que su papá cocinaba: verduras, pescado, arroz, frutas…
Todo le gustaba.
El único problema que tenía Felipe era
que tenía miedo antes de irse a dormir. No era por las pesadillas, ya que sus
sueños eran siempre lindos. Tenían aventuras, golosinas, juguetes y animales.
Tampoco era por lo que podía haber
debajo de su cama. Él sabía que Sabio, su perro, siempre se iba a acostar antes
que él, y que el lugar más cómodo que había encontrado en la casa era ese
debajo suyo, ahí donde la alfombra estaba un poco gastada.
No, el miedo de Felipe no era a los
monstruos, los fantasmas o los bichos. Su miedo era que, al momento de cerrar
los ojos, todos los ruidos que escuchaba se multiplicaban, aumentaban, crecían
terriblemente, y él no sabía por qué.
Cuando él estaba solo en su pieza, y
tenía los ojos abiertos, los ruidos eran normales: el viento, la lluvia, los
pasos del vecino del piso de arriba, la música de su hermana, los ronquidos de
Sabio… Pero una vez que cerraba los ojos, aparecían un montón de ruidos nuevos,
que él no sabía de dónde venían, y por eso lo asustaban.
Él le había contado a su hermana lo que
le pasaba, pero ella se había burlado, así que seguía asustado. A pesar de que
le daba vergüenza, una vez se lo había dicho a su papá, y él le había
contestado que tenía que estar tranquilo, que seguramente eran los ruidos que
él hacía cuando ordenaba la casa a la noche, cuando él y su hermana se habían
ido a dormir. Pero Felipe seguía asustado… Y no podía prender la luz para
espantar los ruidos como había hecho con sus otros miedos.
Un día, cansado de sentirse así,
decidió enfrentar la situación e hizo algo que nunca creyó posible: con las
luces apagadas, y los ojos completamente cerrados, se levantó de la cama y empezó
a seguir los ruidos. Los empezó escuchar
cada vez más cerca, así que siguió avanzando. Se tropezó con una zapatilla, se
golpeó el dedo chiquito con la cama, se chocó la lámpara de su escritorio… Pero
a pesar de todo, siguió caminando.
De a poco, muy de a poquito, los ruidos
fueron cada vez más claros. Los empezó a diferenciar, ya no eran tan difusos:
había martillazos, bocinas de autos, cajas apiladas que se caían, papeles
volando por el viento, hasta humo saliendo de las chimeneas. Muchos ruidos. Y gritos,
muchos gritos. “¡Dale, más arriba! ¡Nos
falta mucho para terminar, mañana es un día largo! ¡Ese dibujo no se va a
terminar solo, sigamos trabajando!”.
Felipe no entendía qué pasaba, así que
decidió abrir los ojos. Todos esos ruidos desaparecieron, como por arte de
magia. Estaba parado, a oscuras, al lado de su ventana. Miró para afuera y no
había nadie. ¿De dónde venía tanto bullicio? Volvió a cerrar los ojos, y otra
vez, el bochinche. “¡Se va a dar cuenta si se
quedan ahí sentados! ¿Quién le va a explicar a Felipe que no va a poder jugar
por culpa de que ustedes estaban descansando? ¡Vamos!”.
Felipe no comprendía lo que escuchaba.
Pero, sin que él se diera cuenta, de a poco iba sintiendo menos miedo, y más
curiosidad.
Lo ruidos ya no eran irreconocibles. Lo
que él escuchaba era ruido a gente que estaba trabajando. Y ese trabajo tenía
que ver con él.
Se sentó en el suelo, descalzo y con su
pijama de animales de granja, a seguir escuchando todos esos ruidos. De a poco,
empezaron a ser más fuertes, desordenados, atolondrados, hasta divertidos.
¡Cuánto trabajo hacía esa gente cuando él cerraba los ojos y se iba a dormir!
No entendía para qué trabajaban, pero su miedo era cada vez más chico.
Y de pronto se dio cuenta que esa gente
trabajaba muy parecido a como él jugaba, dibujaba y se portaba: por momentos,
tranquilo y ordenado, y por otros, muy impulsivo, desordenado y desconcentrado.
Felipe podía estar dibujando una jirafa y al segundo estar saltando en la cama
de su hermana; podía estar leyendo un cuento
de la escuela y un ratito después armando una torre de barro en el patio de su
tía María. Así era él, y así trabajaba esa gente cuando él dormía.
Así, Felipe entendió que esa gente
trabajaba para que él pudiera hacer todo lo que hacía cuando estaba despierto.
Algunos martillaban sus emociones, para que no se cayeran y se descontrolaran.
Otros llevaban sus sueños en autos, con el cinturón de seguridad puesto, para
que no corrieran peligro. Un grupo encerraba los miedos, las peleas y las malas
palabras en cajas, que por momentos se caían y armaban un gran lío, y los demás
anotaban en papel todas las ideas que se le ocurrían a lo largo del día, para
que estuvieran disponibles cuando las necesitara. El ruido a humo venía de las
chimeneas donde se quemaban los recuerdos que no eran importantes, para poder
hacer lugar para guardar nuevos.
Todo el trabajo que se hacía permitía
que Felipe fuera un niño feliz mientras estaba despierto, y tuviera un sueño
profundo cuando se iba a dormir.
Felipe escuchó un rato más todos los
ruidos que tanto miedo le habían ocasionado antes… Ya no sentía temor, ahora
estaba maravillado con todo el trabajo que hacía su imaginación cuando él
descansaba.
Volvió a su cama, se tapó hasta el
cuello, y por primera vez en mucho tiempo, pudo dejar las manos afuera cuando
se empezó a quedar dormido.
Felipe pudo ver que, para poder ver mejor, muchas veces es
necesario cerrar los ojos.
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