La última noche del ruiseñor


La última noche del ruiseñor



            El hombre tenía ochenta y nueve años. Vivía en Lombardía desde chico, aunque había nacido entre los canales de Venecia. Era alto, panzón y pelado, con manos grandes y pies pequeños. Escuchaba poco, pero la voz de la mujer siempre encontraba la manera de llegar a él.
            A los diecinueve años, la había visto tomando un café en una plaza. Pelo rubio, iluminado por el sol. La notó desde lejos, y solo se animó a mirarla un rato. “¡Ciao!”, le dijo ella, y ahí comenzó una charla que duraría casi setenta años.
            Ese día, el hombre había escuchado el canto de un ave que no conocía. Un silbido fuerte, casi ensordecedor. Tan impactante como bello.
            La señora tenía ochenta y ocho años. Vivía en Lombardía, pero había nacido en los calores de Sicilia. Era bajita, delgada y de piel suave. Sus ojos verdes reflejaban los arbustos de la puerta de su casa, donde cada verano habitaba el mismo ruiseñor. Ella lo escuchaba cantar y cerraba los ojos, recordando las historias que le contaba la nonna.
            Una tarde, tomando un café tan dulce como sus palabras, lo conoció. El joven la miraba con detenimiento, y ella devolvió ese gesto con timidez. Segundos después, lo saludó. Escuchó a un ruiseñor, casi a la par, que cantó más fuerte que todos los que había escuchado antes.
            Volvió a mirar al joven y le sonrió. Ahí lo supo.
            El ruiseñor tenía algunos meses de vida, aunque parecían pocos días. Tenía el pico de color pardo oscuro, patitas flaquitas y plumas marrones, de más claritas en su panza a más oscuras en su lomo. Sus ojos negros tenían la profundidad de todo el universo. Por algún motivo que desconozco, vivió casi setenta años.
            El día que caminaron juntos por la plaza y el hombre tomó la mano de la mujer por primera vez, el ruiseñor cantó escondido en un árbol cercano.
            Cuando se casaron, ni las notas del pianista más talentoso de Italia pudieron opacarlo, y los novios subieron al auto escuchándolo silbar.
            El primer escarpín que tejió la mujer, fue del color de las plumas del ruiseñor. Ella lo veía llegar cada noche, cansado de volar, y siempre que cantaba, volvía a cerrar los ojos. El hombre le decía que era una pena que el mundo no pudiera apreciar esos ojos verdes todo el tiempo, pero el recuerdo de la nonna era más cálido de esa manera.
            Los años pasaron. Los inviernos crudos llegaron, y el ruiseñor partió siempre el mismo día. La señora lo veía irse volando, segura de que volvería la próxima primavera a embellecer el paisaje con su canto.
            Ese último verano, no solo trajo al ruiseñor de vuelta. Algo raro empezó a circular entre la gente. Desconocido, invisible, casi inexistente. Nadie se imaginó que algo tan pequeño pudiera ocasionar un daño tan grande.
            La señora regó las plantas esa mañana, y saludó al ruiseñor como cada día. Se pasó la mano por la nariz, ya que las alergias nunca la habían abandonado. La nonna, la mamma y ella las habían compartido.
            Algo raro empezó a pasar, pero ella no lo pudo notar.
            Unos días después, la señora y el señor estaban acostados, una junto al otro, casi sin hablar.
            Con pocas fuerzas, casi sin energía, los días comenzaron a pasar. El ruiseñor ya casi no cantaba. Sus plumas seguían siendo de los mismos colores, pero si hubieran podido, se habrían puesto todas blancas. No solo el hombre y la mujer habían crecido.
            Una noche, los ojos verdes se cerraron, y el mundo no los volvió a ver.
            El hombre, seguro de que solo él lo había notado, escuchó cantar al ruiseñor cerca de la ventana. Se acercó, y casi en silencio, le preguntó:
            - ¿Qué va a ser de mí ahora? ¿Cómo voy a caminar sin sus pisadas a mi lado?
            El ruiseñor se volteó, miró al hombre, y le dijo:
            - Si uno deja una huella, ¿realmente se va?
            Se volvió a girar, estiró las alas, y entonando su canto, se fue volando.



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