Fantasmas nocturnos
Fantasmas nocturnos
Un salto más. Siente la corteza que se va desprendiendo de a
poco debajo de sus patas, pero no se asusta. Llega a la altura precisa.
Desde ahí lo puede ver todo: la ventana, la cortina floreada
agujereada después de tantos años, la lámpara de pie apoyada sobre unos libros
viejos, y la mitad del sillón azul ceniza.
No hay movimiento. El hogar está apagado, todo está iluminado
por la luz de la luna que se cuela por la ventana. Si no fuera por ella, nadie
sabría que ahí se esconde un rancho.
Con decepción, se vuelve a bajar. De vuelta a los carpinchos,
los cuises, o algún que otro coatí. Su caminar sigiloso le permite perderse
entre los matorrales, quedando imperceptible para sus presas en las noches
calurosas y húmedas de verano.
El eco del pueblo vuelve a escucharse. Creen que el Capiango
está dando vueltas otra vez, entre las lunas llenas y los cantos de ranas
incansables.
Poco se sabe de él, pero mucho se lo teme.
Llega al suelo. Los grillos acompañan su paso, esa danza
ondulante que entre cortes y compases marea a la presa más avispada.
Dispuesto a volver otra noche, sabiéndose rendido por otra
espera frustrada, emprende la vuelta al deambular nocturno.
Casi que no lo escucha, pero le llega el aviso desde lejos: la
furgoneta se empieza a acercar. Después de todo, iba a ser la noche decisiva.
Rápidamente, se vuelve a trepar al palo rosa, llegando a lo alto
de la copa, en pocos saltos.
Los frenos. El motor que se apaga. Las luces que se pierden en
el horizonte.
El dueño del rancho abre la puerta, prende su linterna, y avanza
hacia su puerta. No sabe de los ojos que tiene encima, siguiendo cada
movimiento, calculando el ataque al milímetro.
El yaguareté se prepara para el zarpazo.
Pero se queda inmóvil. En un segundo inesperado, el dueño se
vuelve y lo mira, frente a frente. Se agacha y se pierde entre los pastos. Se
revuelca, se enrosca, se mezcla todo. Barro, matorral y dueño forman uno, o
dos, no se sabe tanto, pero mucho se le teme.
Con toda su fuerza, el yaguareté reacciona y salta al vacío. En
el aire, entre el árbol y los arbustos que lo esperan, una garra le rasga la
pata. Su grito seco lo desnuda frente a toda la selva.
Logra escapar. Rengo, con pasos manchados, llega a ver la
claridad del amanecer. Se mira y solo ve sangre. Abatido, avergonzado, se hunde
un poco en la tierra, camuflándose con el rojizo que lo rodea.
Decide descansar de su cacería, en la que presa y cazador se han
confundido, y se contenta con un pecarí distraído.
Aquel que atemoriza las noches de mosquitos y aguas ensordecedoras,
conoce su propio temor. Porque hasta los más tenebrosos fantasmas nocturnos
pueden temblar.
El eco del pueblo vuelve a rugir. El Capiango está dando vueltas
otra vez.
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