Itatí
Itatí
Entre
tambores, timbales, trombones y silbatos, el carnaval se abrió paso en el mes
de febrero.
Itatí
participaría por vez primera, empujada de igual forma por sus deseos y la
tradición familiar.
“En
el corazón vas a encontrar el modo de bailar”.
Tal vez porque eran pocas, o
porque hablaban con eco de historia. Pero las palabras de su abuela siempre
tenían un efecto encandilador y misterioso.
“En
mi corazón siento miedo… y el miedo no tiene ritmo de carnaval”.
Sexta
de siete hermanas, Itatí sabía que las expectativas eran altas. Misionera de
nacimiento y crianza, sus pies habían crecido entre tierra roja y escapadas al
río, con ritmo de naturaleza y pisada ligera.
No
sentía ese amor por la música que corría por las venas de su familia. Lo suyo era
la aventura.
Cuando
debía estar en clase de arte, se había escondido en la copa más alta que
encontraba, mirando el horizonte naranja de atardeceres efímeros.
Las lecciones de baile las
había usado para intentar conocer todos los animales de su alrededor,
inventando nombres que sólo ella conocía.
Pero
el carnaval había llegado. Y con él, sus ganas de vencer el miedo y animarse a
encontrar ese ritmo que creía tener.
Sus
hermanas le enseñaron algunos movimientos básicos, pero no lograba repetirlos.
El papá la acompañó madrugadas enteras, al compás de su paciencia y sus pies
talentosos para el baile. Y aun así, Itatí seguía sin poder encontrar su
estilo.
Como
de aventurera se había disfrazado toda su vida, esa cálida noche de domingo se
dijo a sí misma que debía confiar: en su corazón hallaría el modo de bailar.
Todas
las luces encendidas, los gritos entre comparsas que se confundían en el ruido
de las trompetas.
“Mirá
en el fondo de tu corazón, Itatí”. Cerró los ojos, y empezó a bailar.
Con
la mente en blanco, el cuerpo empezó a moverse al compás de los saltos de las
ranas que veía desde chica, que se escabullían rápidamente para escaparse de
las culebras que zigzagueaban en dirección a ellas, dispuestas a atacar.
Su
cintura se ondulaba como esas víboras que, enroscadas en las ramas, la miraban
con recelo.
Su
agilidad para trepar tan alto como los monos le había dado un movimiento etéreo
a sus brazos, que al bailar parecían no pesar, cortando levemente el aire
cálido y denso a su paso.
Los
tambores hacían temblar el piso, y el cuero de las tumbadoras resonaba en su
pecho, como su corazón cuando a la noche sentía el caminar sigiloso y cercano
de algún yaguareté.
Itatí
recorrió la pista con sus ojos cerrados, escuchando la música de los animales
de su tierra, y sintiendo el aroma de las orquídeas que coloreaban el lugar.
Esa
noche, el carnaval volvió a resonar con las marcas de esos primeros bailes que
conectaban cuerpo y naturaleza. Historia y tradición se encontraron. Raíces y comparsas
se vieron cara a cara. Y el corazón de Itatí se fundió con lo más profundo de
la selva misionera.
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