Ma, té (o la fábula de cómo se inventó el mate)

 “Ma, té” (o la fábula de cómo se inventó el mate)
(Basada en hechos irreales)



    Isidoro nació en primavera. Ojos marrones, pelo negro, y dedos gordos.

    Los días se empezaron a alargar, al igual que la distancia entre él y el resto del mundo.

    Desde bebé estuvo lejos. Lo miraban, le jugaban, le hablaban, pero Isidoro… estaba lejos.

    Tardó dos primaveras en arrancar a caminar, y dos más en aprender a jugar. Siempre solo, pero jugaba.

    Primavera es una palabra muy larga, al igual que cumpleaños, y al igual que Isidoro. Nunca repitió ninguna de las tres.

    En su familia, el que menos hablaba gastaba como mil palabras por día. Un día las habían contado. El récord era de tres mil setecientas veintiocho. Isidoro no sumaba ninguna. En silencio, ganaba por goleada.

    A las cinco de la tarde, todos se sentaban a merendar. Mamá tomaba leche con miel, y papá café con azúcar. La abuela, agua tibia con limón, y el perro, un helado de agua con mandarina especialmente hecho para él. Isidoro se sentaba, y mirando la nada, comía dos galletitas con un vaso de leche. No elegía, no agradecía, no se quejaba. Estaba ahí, pero no estaba del todo.

    Un día, el tío de Uruguay mandó de regalo una caja de té de hierbas para la familia. Esa tarde, haciendo una excepción, todos tomaron una taza de té, acompañado por un budín de naranja que la abuela horneó temprano. Una cucharada de azúcar para cada uno, y a merendar.

    El té era indescriptible. No sabían de qué hierbas se trataba, pero era como saborear todos los continentes: lo picante de América, lo exótico de Oceanía, lo tradicional de Europa, lo cálido de África, la mezcla de Asia, y el toque final de un leve ardor frío de la Antártida.


    Con fascinación, las meriendas se transformaron en viajes alrededor del mundo. En un sorbo, podían sentir el calor del desierto de Texas, y en el otro, el frío de los lagos de la Patagonia. Una cucharada los transportaba a la sabana junto a los leones, y la siguiente los llevaba a una góndola en los canales de Venecia. En las últimas gotas, podían sentir la inmensidad de la muralla china, y en el fondo era posible ver la forma de un canguro. El final, como siempre, era ese frío polar que quedaba en la garganta, donde podrían vivir osos, focas y pingüinos.

    Hablaban horas de todos los países del mundo, contando las historias increíbles que narraban esas hierbas tan únicas. Isidoro, como de costumbre, permanecía en silencio. Nadie sabía que él también estaba viajando, aunque lo hiciera solo.

    Un domingo nublado, mamá preparó la merienda para dos: Isidoro y ella eran los únicos en la casa. Un poco cansada de tantos países, sirvió dos vasos de leche, y puso en un plato varias galletitas.

    Isidoro se sentó, miró la mesa, y dijo: “Ma, té”. Fueron sus primeras palabras. Fue la primera vez que su voz cortó como una navaja el silencio. Conteniendo las lágrimas, su mamá preparó un té de hierbas y se sentó junto a él. Una cucharada de azúcar, y a merendar.

    Isidoro estuvo unos minutos ahí sentado, compartiendo su té, y mirando por primera vez sus ojos verdes.

    Al otro día, de nuevo el vaso de leche en la mesa. “Ma, té”. Esta vez una taza más grande. Dos cucharadas de azúcar, y a merendar. Unos minutos se transformaron en media hora. Los ojos de mamá contenían las lágrimas, y casi no pestañeaban, con tal de seguir conectados a los de Isidoro.

    “Ma, té”. El tercer día, la taza era casi tan grande como una jarra. Esta vez, los ojos de Isidoro miraban a todos los demás. Ya nadie se preocupaba por las lágrimas, lo importante era otra cosa.

    Mamá pensaba: “ojalá el té no se acabara nunca, ojalá pudiera seguir tomando té, un rato más”. Ver la mirada de Isidoro era como dar mil vueltas al mundo.

    Pensó, pensó, y pensó, mientras los días pasaban, y se acumulaban los “Ma, té”. La cuenta de palabras de Isidoro crecía, y así la distancia se achicaba.

    Una tarde de lluvia aturdidora, llegó la idea que lo cambió todo: una taza con las hierbas, una bombilla, y una pava calentita sobre la mesa. “Ma, té”.

    “Sí, Isidoro, mate”. Viajaron juntos, cada uno a un continente diferente, pero juntos, compartiendo la mesa.

    El “Ma, té” se convirtió en un mate que la familia compartió todos los días, a las cinco de la tarde. Con el invento de mamá, las miradas se encontraron, y los viajes se volvieron más increíbles.

    Isidoro encontró un lugar, y el mate trazó un puente para que pueda encontrarse con los demás.


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